Proyecto Satori

November 27, 2021

Entiendo señor juez, por supuesto que entiendo. Pero trate de entenderme usted también. No estoy diciendo que yo sea inocente, no. Afirmo que soy el autor, y asumo la responsabilidad, de las acciones que se me imputan. Pero no, señor juez, no soy culpable. Culpable sería de no haberlo hecho. Culpable soy de no haberlo hecho antes. Culpables todos de no ser capaces de, ni siquiera, ver el delito.

Fue hace unos 5 años que comencé a trabajar para Quantum Biotronics. Fue el profesor Johnson quien personalmente me invitó a colaborar en esta corporación, para uno de sus más ambiciosos proyectos: el proyecto Satori. Nos conocimos durante la cena de clausura de un simposio sobre biología computacional en el que tuve una participación, presentando un modelo predictivo de crecimiento poblacional bacteriano usando redes neuronales convolucionales. Desde luego no era un tema novedoso, el uso de este tipo de redes era el método más socorrido en ese entonces para prácticamente cualquier investigación. Me causó extrañeza que el profesor me dijera estar sorprendido con mi participación y mi trabajo. Aunque en un principio sus elogios me parecieron falsos, su cordialidad y amena plática me llevaron a pensar que en realidad había visto en mi a una persona con el conocimiento técnico indispensable que ayudaría a llevar su proyecto a buen término.

La manera en que me presentó la idea del proyecto me impresionó. Se mostró como un hombre muy culto, me habló de una antigua religión japonesa y de todo el folklor y mitología alrededor de ella. Profundizó en las diferencias y similitudes entre el concepto de “youkai” y el de “demonio”, al que estamos más habituados, mencionó varios ejemplos de estos seres y su interacción con los humanos, para finalmente describirme al mitológico ser que le daba nombre al proyecto al que había dedicado gran parte de su vida: Satori. Un ser cuya habilidad consiste en poder leer el pensamiento humano y decirlo en voz alta, incluso antes de que el humano pueda siquiera pronunciarlo. Después de haber escuchado sobre las habilidades de otros youkai me pareció que este era el más inofensivo y bromeando exclamé que si tuviera que enfrentarme a un youkai definitivamente preferiría que fuera este. ¡Cuán equivocado estuve!

Por supuesto que tuve que firmar miles y miles de papeles en los que me comprometía a no hablar de nada de lo que ocurría en el laboratorio. No podía decírselo absolutamente a nadie, ni siquiera a mi familia. Este secretismo extremo servía para proteger las ideas de los proyectos, la propiedad intelectual y la tecnología que desarrollabamos, pero ahora que lo pienso, la verdadera finalidad siempre fue el ocultar todas las atrocidades que acaecían dentro de este lugar maldito. Y es que todos lo sabemos, señor juez, al menos lo sospechamos, pero nadie quiere hablar de ello. Preferimos fingir que no está ocurriendo y no pensar en ello, voltear a otro lado e imaginar que nada sucede.

El modelo computacional era la parte más sencilla. No me refiero a que fuera algo fácil, sino que, en comparación, el poder utilizar las estructuras cerebrales como entrada de los algoritmos de auto clasificación era un verdadero desafío que requería el poder manipular el cerebro, ese órgano tan delicado al que la naturaleza le ha brindado una protección tan maravillosa como lo es el cráneo. Las aplicaciones eran vastas. Inicialmente nos limitábamos a buscar una manera de utilizar el pensamiento como una nueva forma de interacción con las computadoras, pero en vista de los buenos resultados entendimos que teníamos los medios para reconocer los patrones de actividad cerebral que representaban deseos y pensamientos antes de que éstos se convirtieran en lenguaje. Así, podríamos hacer una traducción exacta de lo que se quería expresar en cualquier idioma, e incluso podríamos darle voz a aquellos privados de ella por cualquier razón de enfermedad congénita o lesión adquirida, incluso si nunca hubieran desarrollado el habla.

Mi trabajo, en un principio, se limitó a la manipulación de datos y creación de modelos computacionales. Aunque el origen de los datos me causaba curiosidad prefería no pensar mucho en ello. En los primeros días, en el recorrido que el profesor Johnson me dio por todo el clomplejo de laboratorios, pude constatar la presencia de muchos individuos destinados a la experimentación: ratones, liebres, conejos, gatos, perros. Afortunadamente para mí, en ese momento, al enfocarme en el modelo matemático no tenía que lidiar con la manipulación de ningún individuo, sin embargo, sabía que era solo una cuestión de tiempo para que tuviera que involucrarme en ese tipo de cosas que, debo reconocer, me asustaban.

Pasaron los años y lo que ocurría detrás de aquellas puertas me tenía prácticamente sin cuidado, yo recibía los datos y junto con otros colegas íbamos construyendo el modelo de datos, entrenando las redes convolucionales, afinando los modelos de procesamiento natural de lenguaje y agregando también un pequeño algoritmo evolutivo que permitiese captar y generar expresiones de lenguaje propias, onomatopeyas e interjecciones, todo lo que no se puede expresar siguiendo estrictas reglas gramaticales. El avance que tuvimos en este modelo y sus algoritmos era realmente impresionante. Estaba consiente de que, por otro lado, el desarrollo de la interfaz cerebral debía estar aún en un estado muy precario, prácticamente inusable para la vida real. Y es que ¿cómo íbamos a poder monitorear toda la actividad cerebral que necesitábamos sin tener un contacto directo con el cerebro? ¿Cómo habían hecho para darnos todos los datos que hasta ahora alimentaban a nuestro modelo?

Estas preguntas me atormentaban de vez en cuando, pero llegó el día en que me ví involucrado totalmente en este infierno. Mi hijo estaba por nacer y el profesor Johnson no perdió oportunidad para invitarme a trabajar más de cerca con él en la mejora de la interfaz cerebral. Habría por supuesto un importante incremento salarial que en ese momento parecía imposible de rechazar, pero también se incrementaba el grado de secrecía. Había que firmar miles de documentos en los que me comprometía a no hablar absolutamente con nadie nada de lo que viera allí adentro, ni siquiera con personal de mi antigua área y mucho menos con mi familia. Las penas que se imponían por revelar un mínimo de información eran descomunales, era imposible que alguien se atreviera a considerarlo. Si anteriormente ya me sentía cómplice de algo que no estaba bien, en este nuevo puesto pasé a convertirme en el perpetrador de los actos más viles. Me dejé manipular bajo el pretexto de la ciencia, me dejé influenciar por un hombre de bata blanca que me recordaba una y otra vez que ellos no eran como nosotros, que ellos no tenían alma, que ellos estaban para nosotros y que lo que hacíamos era algo realmente grande y necesario.

No puedo recordar con exactitud la cantidad de víctimas que pasaron por mis manos. Empezamos con pequeñas especies y fuimos poco a poco utilizando a individuos de mayor tamaño. La interfaz cerebral nunca dejó de ser burda, pero el profesor Johnson no parecía tener el más mínimo interés en mejorarla. Requería al menos tres perforaciones craneales y la inserción de una serie de electrodos que se colocaban en diferentes puntos internos, de acuerdo a la especie. La tarea se facilitaba mediante el uso de un endoscopio guiado semi automáticamente. Si bien la investigación nos ayudó a determinar los mejores lugares para colocar dichos electrodos en cada especie y entender las relaciones estructurales generales de la actividad cerebral, no parecía que esos resultados nos ayudasen para una mejora en el proceso de implantación de la interfaz. El profesor se mostraba siempre muy animado con los resultados, parecía ver algo que yo no estaba viendo y su siguiente paso era siempre el mismo: volver a comenzar el estudio usando una especie más grande, más parecida al humano. Fue así que después de unas cuantas iteraciones llegamos a requerir el uso de chimpancés.

Ese día no lo voy a poder olvidar. Cuando vi llegar la jaula del chimpancé simplemente me paralicé. Contemplé su rostro, su mirada y no pude dejar de pensar en mi hijo. Eran tan parecidos que por primera vez dudé de lo que estábamos haciendo. El personal de entrega me pedía una firma de recepción pero yo estaba paralizado, perplejo, inmóvil, sin poder entender una palabra de lo que me decían. Mi mente me atormentaba, me engañaba, el individuo que yo veía en la jaula era cláramente mi hijo. Pero eso era imposible. ¿Sería él el siguiente en esta serie de experimentos? El profesor Johnson apareció de pronto, firmó los papeles y me sacudió riendo, al tiempo que me decía palabras que, aunque no entendí del todo, parecían ser palabras de aliento. Cuando me reincorporé a la realidad el profesor me recordaba por enésima vez que todos estos individuos no eran como nosotros, que no había de qué preocuparse y que poco a poco se me haría más sencillo. Me recordó que era algo rutinario, que ya lo habíamos hecho con gatos y perros, que son las especies que suelen ser las más difíciles para la mayoría de investigadores.

Estuve irritable. No sabía que pensar y no sabía qué era lo que en realidad sentía. Llegué a casa y corrí a ver a mi hijo que estaba en su cuna vestido con un mameluco café que inmediatamente me remitió a la imagen de lo ocurrido esa mañana. Me llené de ira. ¿Era acaso una broma? ¿Querían volverme loco? Ya había tenido suficiente con ese momento de vergüenza frente al profesor y todos los colegas del laboratorio. ¡Quedé en ridículo! No pude firmar una simple hoja de recepción. Seguro pensarán que soy un novato, un tonto sentimental que después de tantos años en el proyecto no puede manejar la recepción de un sujeto de prueba. Le reproché, gritando, a mi esposa el que el niño estuviera vestido así. Recuerdo haber dado después un fuerte golpe a la pared. El llanto del niño no se hizo esperar, lo miré a los ojos y no pude evitar ver en ellos no solo la mirada del pequeño chimpancé, sino la de todos aquellos individuos que pasaron antes por mis manos, aquellos que, terminado el experimento, pasaban a ser un desecho más que llenaría los ensangrentados contenedores enfilados fuera del cuarto de cremación. Un largo silencio me devolvió a la realidad.

No podía comprender por qué estaba gritándole así a mi familia, me sentía totalmente fuera de control, con una gran cantidad de emociones que no sabía como interpretar, ni si tenían al menos un significado. Mi mente permanecía estancada en ese laboratorio y mi inevitable trabajo. Tendría que enfrentarme al chimpancé, perforar su cráneo y hacer todo lo necesario para instalar la interfaz cerebral. Pronto nos entregarían el prototipo final del modelo computacional que yo había ayudado a crear, verificado y aumentado. Era un paso muy importante, el nuevo sistema de procesamiento de lenguaje podría ser efectivamente probado. Solamente era necesario conectar el cerebro del chimpancé, entrenar la red con su actividad cerebral por unas horas y finalmente tendríamos una respuesta en lenguaje humano: seríamos capaces de leer su mente. El proyecto estaría a un nivel que nunca hubiéramos imaginado.

El día llegó. Traté de evitar su mirada, traté de hacer cualquier sentimentalismo a un lado, me enfoqué en pensar que ni siquiera tenía un nombre, era simplemente el sujeto de prueba 587 y nada más. Abrí la jaula y lo tomé por la parte trasera del cuello. Esa sensación ligeramente cálida de su pelo pasando entre mis dedos me llevó instintivamente a acariciar la cabeza del pequeño chimpancé. Sentí sus ojos buscando los míos y no pude más que sonreírle y hablarle en susurros, diciéndole que no se preocupara, que todo estaría bien, que yo le iba a proteger. ¿Proteger de qué? ¿De quién? ¿De mí mismo? Pensaba en esto cuando sentí su pequeña mano aferrarse a mi dedo índice. En ese instante volví a ver de nuevo la imagen de mi hijo dentro de la jaula. Lo saqué cuidadosamente, lo abracé por un momento mientras agregaba una dosis de anestésico al tranquilizante, saltándome el protocolo establecido, pues el anestésico no se usaba en los sujetos de prueba por simples cuestiones de conveniencia técnica. Nunca antes me había detenido a pensar en esto, pero en ese momento me dí cuenta que el analgésico era indispensable: ¡les perforábamos el cráneo, por el amor de Dios!

La interfaz quedó implantada en el cerebro del sujeto 587 y el entrenamiento de la red había comenzado. La aplicación del anestésico iba a retrasar por varias horas el proceso, dado que en ese estado una gran parte de la actividad cerebral sería clasificada como ruido por el algoritmo de limpieza de datos y por tanto descartada para el entrenamiento. Yo no quería volver a casa, no quería enfrentar a mi esposa y tenía miedo de ver a mi hijo. Decidí, bajo pretexto de esperar a que se completara el procesamiento inicial de datos, pasar la noche en el laboratorio. No podía concentrarme. Me venían tantas imágenes a la cabeza que no podía pensar en nada. Me dirigí a una de las salas recreativas buscando un espacio que me hiciera olvidar el ambiente del laboratorio. Me recosté en uno de los sillones de la sala y cerré los ojos intentando dormir un poco.

Contrario a lo que creí me quedé dormido rápidamente, aunque no fue en absoluto un sueño reparador. Si llegué a soñar algo no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es el haber despertado durante la madrugada, con un terrible dolor de cabeza y un sabor amargo en la boca. Miré el reloj. Si la estimación de tiempo para completar el entrenamiento de la red era correcta, habían pasado ya algunos minutos después de su culminación, por lo que me pareció una oportuna coincidencia el haber despertado en ese momento. Por un momento olvidé todas mis preocupaciones y sentí una genuina curiosidad de probar el sistema, de ver los resultados de una red propiamente entrenada y la instalación de la interfaz en un sujeto que era lo más parecido al humano. Me incorporé de inmediato y me dirigí al laboratorio en donde me esperaban el sujeto 587 y sus pensamientos.

Aún recuerdo su rostro lleno de dolor y de angustia, era evidente su miedo al verme, no se necesitaba una máquina para percibir lo que sentía. Las expresiones faciales y corporales muchas veces dicen más que nuestras propias palabras, solo necesitamos observar cuidadosamente, lo demás es intuición o tal vez, simplemente empatía. Corrí hacia la computadora e inicié las rutinas de interpretación de datos y traducción a lenguaje natural. No pude contener el llanto cuando aparecieron aquellas palabras en el monitor: “Me duele. Tengo miedo. ¡Ayuda!”. El aparato funcionaba pero a costa de la vida y la tortura de tantos inocentes. Era en realidad un proyecto maligno, un demonio como su nombre ya lo sugería. No podía permitir que ese demonio cobrase más víctimas. Tenía que hablar con el profesor Johnson y hacerle saber lo que estaba ocurriendo. Traté de tranquilizarme, tomé el teléfono y fingiendo el tono más natural posible le hablé y le dije que debía ir inmediatamente al laboratorio, que era urgente que viera los resultados y que no se lo podía explicar por teléfono. Me resultó extraño que al profesor no pareciera haberle molestado en lo más mínimo que lo hubiese despertado en plena madrugada. Contrario a eso, su voz sonaba muy animada y me dijo que estaría conmigo en unos minutos, que estaba orgulloso de mi compromiso con el proyecto y que, además, también quería darme una excelente noticia.

La espera me parecía interminable. No me atrevía a asomarme al monitor, no quería enfrentar esas palabras que seguían brotando en la pantalla. Trataba de planear una y otra vez cómo abordar al profesor cuando cruzara por esa puerta. ¿Qué debía decir? ¿Cómo debía comportarme? ¿Qué me diría? ¿Cómo debería reaccionar? Después de varios minutos apareció el profesor Johnson con una gran sonrisa en el rostro. Antes de que yo pudiera decir algo me informó que le habían aprobado, por primera vez en su larga carrera, el uso de un gorila en la investigación, que estuviera listo para recibirlo en días próximos. Me quedé mudo. Lo vi dirigirse sin prisa hacia el monitor para leer las palabras allí mostradas. Mientras caminaba se quitó los lentes para limpiarlos y en cuanto se acercó al monitor se los colocaba nuevamente. No sé describir lo que pasó después. Mi cuerpo instintivamente se abalanzó hacia él y no sé cómo, pero unos instantes después el profesor yacía en el suelo y yo me encontraba encima de él con mis manos alrededor de su cuello, apretando fuertemente hasta que se fue quedando sin movimiento.

No es excusa, señor juez, pero me sentía como poseído, mi cuerpo actuaba por voluntad propia, me dí cuenta de que realmente, en el fondo, odiaba a ese hombre por haberme arrastrado a este infierno. Sus palabras y su modo de actuar generaron en mí un impulso incontrolable de matarlo, pero sabía que también necesitaba obtener respuestas y no se me ocurrió mejor idea que probar el sistema en él. Recé porque siguiera vivo, que fuera solo un desmayo. Le inyecté una buena dosis de paralizante y comencé con las perforaciones craneales, conecté la interfaz e hice una rápida adaptación de la configuración para iniciar con el entrenamiento de la red usando los datos cerebrales del profesor Johnson. El proceso tomaría varias horas, así que tomé la precaución de cerrar bien todas las puertas y poner avisos de no molestar en cada una de ellas. Nadie iba a sospechar nada, pues era habitual que el profesor y yo realizáramos este tipo de práctica cuando no queríamos ser interrumpidos en medio de algún experimento de máxima prioridad.

Estuve dando vueltas por todo el laboratorio en esas interminables horas que duró la transferencia de datos y el entrenamiento. El Satori me daría acceso a la mente del profesor y me ayudaría a saber exactamente qué es lo que quería de mí y cómo podía actuar como si nada ante la tortura sistematizada que imponíamos a nuestras víctimas. Qué buscaba en realidad con este maldito proyecto y quién lo permitía y financiaba. Necesitaba respuestas, pero poco a poco mi cabeza también se fue llenando de dudas sobre mi situación actual. ¿Y qué habría de hacer después de obtener respuestas? ¿Cómo iba a explicarle al profesor y a los demás las perforaciones craneales que le había hecho y el montón de cables saliendo de su cabeza? ¿Cuánto tiempo podría ocultar lo que estaba pasando en el laboratorio?

Terminadas las rutinas de entrenamiento de datos tuve acceso total a los pensamientos del profesor, quien permanecía paralizado pero consiente. El Satori es en realidad un monstruo terrible, mis preguntas guiaban sus pensamientos y eran estos totalmente transparentes. No tardé en comprender que él era en realidad un psicópata. La investigación nunca fue su prioridad, él solo deseaba tener el control, sentir que podía someter a otros a sus ideas y designios. Durante su vida había estado siempre en lugares en los que se permitía la esclavitud y la tortura: bioterios, zoológicos, mataderos, laboratorios de pruebas cosméticas y laboratorios científicos. Siempre encontraba un pretexto para estar allí “en nombre de la ciencia”. Sabía manipular a las personas para convertirlas en sus cómplices y era algo que también disfrutaba, pues creía que la ética siempre tenía un precio y básicamente nos compraba para que hiciéramos lo que él quería. Para él un sujeto de prueba era como un trofeo que coleccionaba y podía presumir entre sus colegas. Era por esto que veía como una hazaña el tener acceso a especies a las que no les había puesto antes las manos encima.

Era muy sencillo matar a ese hombre, pues estaba totalmente bajo mi control y era una infamia que permaneciera con vida. Pero yo estaba acorralado, sin salida. La única prueba que tenía de su psicopatía era el tenerlo conectado allí, lo cual constituía al mismo tiempo mi delito. Un delito en el que el profesor quedaba como una víctima y por tanto no podría servir como prueba de nada. Seguí urgando en su mente y recuperé contraseñas importantes. Descubrí que había un sistema de emergencia, al que el profesor tenía acceso, para fingir un incendio accidental en el laboratorio y eliminar todas las pruebas en caso de que fuese necesario.

Me era muy difícil procesar todo lo que estaba ocurriendo. El peso de la culpa caía como una gran piedra sobre mí. Recordé al pequeño chimpancé y su grito de ayuda. Solamente yo podía ayudarlo. No era solo él quien requería ayuda, sino todos aquellos prisioneros que permanecían recluidos en ese infierno, condenados a una breve vida de dolor y sufrimiento y a una larga y lenta muerte de continuo tormento. Busqué los fármacos adecuados y preparé todas las inyecciones letales posibles. Usé la computadora del profesor Johnson para obtener los datos y hacer la estimación del número de individuos que permanecían recluidos en el laboratorio y el tiempo que me tomaría inyectarlos. Calculé que sería necesario un dia completo. Escribí un comunicado a nombre del profesor pidiendo que nadie entrara al área de laboratorios al día siguiente y que por la noche se reunieran todo el personal de los laboratorios de investigación en el salón principal. Hice énfasis en que ninguno debería faltar bajo ninguna circunstancia, pues se discutirían temas privados muy importantes.

Fue un día muy largo. No sé cómo poder seguir viviendo con ese recuerdo. Baje al área en donde se encontraban las jaulas con los sujetos de prueba. Los maté a todos, señor juez, uno a uno. Los abrazaba, trataba de brindarles unas últimas, y tal vez únicas, caricias en su vida, decirles que todo terminaba, que de alguna manera ya eran libres. Yo sentía que ellos entendían, podía ver en sus ojos una mirada distinta, algo que no era ese miedo habitual que aprendí a ignorar por tanto tiempo a tal punto que ni siquiera lo veía. No tuve otra opción, señor juez. No me enorgullezco de lo que hice, pero tampoco me arrepiento, era imposible para mí el poder salvarlos. De no haberlo hecho es seguro que seguirían estando presos en otro laboratorio o habrían sido desechados en cualquier lugar, en las peores condiciones posibles. A usted le consta hasta dónde es capáz de llegar esta empresa con tal de mostrar el poder que tiene sobre los demás.

Esa noche, esperé a que toda la gente de los laboratorios estuviera reunida, fui bloqueando las salidas principales y de emergencia para asegurarme de que no quedara rastro de nada ni de nadie y active el sistema de destrucción del laboratorio. Los vi gritando y corriendo por todos lados. Por primera vez eran ellos las frágiles criaturas llenas de miedo que eran observadas con morboso interés por su torturador. Era mi forma de vengar todas las muertes del día y de los tantos años de funcionamiento de esa escuela de sádicos. Esperaba sentirme al menos un poco aliviado con esta venganza, deseaba morir con un poco menos de culpa, pero no funcionó. En ese punto yo ya no podía sentir nada. Envié un correo de despedida a mi familia y, aunque no dí muchas explicaciones de lo ocurrido, sentí que podrían entenderme y perdonarme algún día. Activé la última fase de destrucción del laboratorio y me senté frente al profesor Johnson a esperar la muerte mientras la sala se llenaba de humo.

Lo que pasó después usted debe saberlo mejor que yo. Me enteré que fui el único sobreviviente. No me extraña que la empresa hiciera todo lo posible para tenerme con vida. Necesitaban un culpable, necesitaban demostrar que no es posible luchar contra ellos y que quien lo intente tendrá un castigo ejemplar. Simplemente míreme, señor juez, estoy hecho una piltrafa humana, el dolor es insoportable, pese a todos esos medicamentos que me administran constantemente. No puedo valerme por mí mismo, la mitad de mi cuerpo está prácticamente deshecha y jamás podré volver a escuchar mi propia voz.

Por lo poco que entiendo de leyes sé que buscan darme al menos 500 años. ¡Vaya! ¡Como si fuera a vivir tanto! ¡Sí, señor juez! ¡Yo fui, yo lo hice! Y puedo aceptar cualquier cosa que me quieran imputar. Solo le pido un favor: quiero guardar mis pensamientos para mí. Desconécteme ya de este maldito Satori que penetró en mi cráneo y que llena la pantalla con todas estas palabras que yo ya no puedo ni quiero decir.

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